Los hijos «perfectos» no siempre saben sonreír, ni conocen el sonido de la felicidad: temen cometer errores y nunca alcanzan las elevadas expectativas que tienen sus padres. Su educación no está basada en la libertad ni en el reconocimiento, sino en la autoridad de una voz estricta y demandante.
La depresión en los adolescentes es ya un problema muy grave en la actualidad, ahí donde una exigencia desmedida por parte de los padres, deriva fácilmente en falta de autoestima, ansiedad y un elevado malestar emocional. Decidí escribir sobre esto por que yo lo viví; por primera vez a los doce años y ahora como mamá de tres hijos pretendo siempre estar atenta para evitar que tengan esta misma historia.
La educación debe ser siempre la base de la felicidad, del autodescubrimiento, y no un plan basada solo en el perfeccionamiento donde se vetan por completo los derechos del niño. Algo que debemos tener en cuenta es que esa exigencia en la infancia deja su huella irreversible en el cerebro adulto: nunca nos vemos lo bastante competentes, ni somos lo bastante perfectos en base a esos ideales que nos inculcaron. Es necesario romper ese vínculo limitante que veta nuestra capacidad de ser felices.
Se habla muy a menudo de que vivimos en una cultura que basa su educación en la falta de esfuerzo, en la permisividad y en la poca resistencia a la frustración. Sin embargo, no es del todo cierto: por lo general, y más en tiempos de crisis, los padres buscan la “excelencia” en sus hijos.
Si el niño saca un 7 en matemáticas se le presiona para alcanzar el 10. Sus tardes se llenan de clases extraescolares y se limita sus instantes de ocio en busca de más competencias, trayendo como resultado estrés y agotamiento. Muchas veces en nuestra necesidad como padres de educar hijos perfectos y aptos para el futuro, lo que estamos consiguiendo es criar niños “desconectados de la felicidad”.
Educar es ser capaz de ejercer la autoridad con amor, guiando sus pasos con seguridad y afecto porque la infancia es un fondo de reservas para toda la vida. Hay algo que debemos tener muy en cuenta: podemos educar a nuestros hijos en la cultura del esfuerzo, podemos y les debemos exigir, no hay duda, pero todo tiene un límite. Esa barrera, que debería ser infranqueable, es la de acompañar la exigencia con un incondicional colchón afectivo o de lo contrario, nuestros hijos perfectos serán niños tristes.
La frustración, el rencor y el malestar interior puede traducirse muy bien en instantes de agresividad. La ansiedad es otro factor característico de los niños educados en la exigencia: cualquier cambio o una nueva situación cursa con inseguridad personal y una alta ansiedad.
La necesidad por educar “hijos perfectos” es una forma sutil y directa de dar al mundo niños infelices.
La presión de la exigencia les va a acompañar siempre y aún más si basamos su educación en la ausencia de refuerzos positivos y de afecto. Queda claro que como madres, como padres, deseamos que nuestros hijos tengan éxito, pero por encima de todo está su felicidad.
Nadie desea que en la adolescencia, desarrollen una depresión o que sean tan “autoexigentes” con ellos mismos, que no sepan qué es dejarse llevar, sonreír o permitirse cometer errores. Es necesario que sepamos diferenciar entre la educación basada en la exigencia más estricta, de aquella crianza basada en la compresión y en la conexión emocional con nuestros niños.
Los padres muy exigentes y críticos suelen presentar una personalidad insegura que necesita tener bajo control cada detalle, cada pormenor.
Los padres comprensivos “empujan” a sus hijos hacia el logro permitiéndoles explorar cosas, sentir, y descubrir. Hacen de guías y no colocan hilos a sus hijos para moverlos como marionetas. El padre exigente es autoritario y lleva un estilo de vida que va siempre detrás del reloj. Marca normas y decisiones para ahorrar tiempo a través del “porque yo sé qué es mejor para ti”, o “porque soy tu madre/padre”. Y yo se que debemos llevar una agenda y un horario pero no para saturar todas las horas con actividades sino para llevar una estructura en el día a día.
Educar es es ejercer la autoridad pero con sentido común, es usar el afecto como antídoto y la comunicación como estrategia.
Nuestros hijos no son “nuestros” son niños del mundo que deberán ser capaces de elegir por sí mismos, con derecho a equivocarse y aprender, con la obligación de llegar a la madurez libres de corazón y con sus propios sueños que cumplir.
Actualmente estoy viviendo una decisión de Emiliano que me peso pero que respeto; luego de varios años en karate me pidió descansar; ese quería que fuera su premio por sus buenas calificaciones. ¿Pero cómo?- pensé, ¡vas excelente! Y él me respondió: quizá regrese mamá pero ahora quiero aprender a hacer películas con figuras de plastilina, y como se que debo hacer ejercicio puedo nadar un día. La manera en que lo planteó, entendiendo que debe hacer ejercicio y ocupar su mente creativa en algo, me convenció.
Si alimentamos a los niños de amor, los miedos morirán de hambre.
Hay algo que debemos tener muy en cuenta. Podemos educar a nuestros hijos en la cultura del esfuerzo, podemos y les debemos exigir, no hay duda, pero todo tiene un límite. Esa barrera, que debería ser infranqueable, es la de acompañar la exigencia con un incondicional colchón afectivo.
De lo contrario, nuestros hijos perfectos serán niños tristes.
He decidido combinar los diplomas y medallas con sus monitos de plastilina y los dibujos de caricaturas que ha empezado a hacer, me encanto su sonrisa cuando vio cubierto la mitad de mi pizarrón de horarios y actividades con un dibujo hecho por él….
Y les confieso, espero que algún día regrese al karate, pero que lo haga por él, no por mí…. quizá podría repetirse la historia: mi marido dejo el karate de niño, regreso de adolescente y está orgulloso de su cinta negra.