Mi generación y la de nuestros padres crecimos con el discurso de que hay que echarle ganas, trabajar duramente y estudiar mucho para ser alguien en esta vida. Y así nos criaron, enseñándonos a hacer sacrificios y esforzarnos al máximo, muchas veces olvidandose de enseñarnos también a disfrutar.
Después hemos tenido hijos y repetimos el patrón, queremos que se desvivan por ser los mejores de su clase, les llenamos de responsabilidades llevándolos a inglés, ballet, fútbol y todo lo que haga falta. Las conversaciones entre padres se vuelven una competencia de ver quien tiene el mejor estudiante o la hija más brillante o cualquier cualidad superlativa.
Pues yo me rebelo. No quiero tener los mejores hijos. No quiero que elijan el camino que yo o la sociedad les marque. Lo que realmente quiero es tener los hijos más felices. Enseñarles límites, pero también darles las herramientas para que puedan manejar sus emociones y aprendan a volar con sus propias alas. No quiero coartar su espíritu creativo con tantos deberes. Quiero apoyarlos en sus gustos y pasiones, guiarlos a encontrar una manera de ganarse la vida sin sacrificar su libertad.
El cambio de escuela de mis hijos me ha hecho darme cuenta de que en este país a los niños se les educa para ser exitosos, pero para un éxito medido con cosas materiales, que de cierta forma les corta las alas hacia la búsqueda de su propia felicidad. Creo que cada niño tiene sus propias fortalezas y deberíamos enfocarnos en ayudarles a desarrollarlas. Dejarlos jugar y descubrir qué habilidades pueden aportarles algo a ellos y al mundo. Y como padres guiarlos y acompañarlos sin juzgar sus decisiones.
A mi por ejemplo me gustaba mucho la antropología, y aunque mis padres siempre quisieron (y quieren) lo mejor para sus hijos, a la hora de escoger una carrera universitaria me dijeron -“te vas a morir de hambre, no estudies eso”. Y pasé 4 años estudiando algo que no me gustaba. No es ningún reproche, al fin de cuentas ellos solo querían forjarme un futuro, pero hubiese sido lindo estudiar algo que realmente disfrutara.
Afortunadamente el destino actua de maneras misteriosas y aunque no llegué a ser una reconocida antropóloga, aquí estoy analizando mi situación de madre y los valores que quiero transmitirle a mis hijos.
No quiero sabotear su felicidad, quiero que salgan a vivir, quiero que se tropiecen, que se levanten, que aprendan y que vuelvan a empezar. Quiero que persigan sus sueños, que sepan que se puede, se sigue, se pierde, se gana, se extravía, se encuentra, se pide y se agradece. Quiero enseñarles que hay que querer, cuidar, alimentar y abrazar mucho más las ganas de creer que podemos lograr todo lo que nos proponemos.